miércoles, 23 de junio de 2010

El gesto: Borrador que quiere ser más.

Dos kilos, ocho veintiuno, dijo la partera, mientras sostenía el cuerpo tembloroso de mi hijo recién parido y lo acercaba a su madre, que entre exhausta por el parto, feliz, y calma, como si hubiera estado preparada desde su mismísimo nacimiento para ese momento, extendía los brazos y lo recibía y abrigaba contra su pecho. En ese momento, con la capacidad de análisis que la multiplicidad de sensaciones vividas me permitía, intenté dimensionar la situación, el momento inmenso, fundamental del que había formado parte.

La primera reacción que me invadió, simple y primitiva, fue protegerlos, dejar que la fragilidad de ambos sea consentida y contenida; la consecuencia necesaria del esfuerzo de la madre y la indefensión extrema del niñito. Uno adopta en segundos, una actitud firme, serena, ¿madura?; en la que intenta disponer, en forma rápida, de lo esencial, ahora creo que lo natural, que es un refugio, una protección. Aunque a uno lo espera una habitación, una cama, el calor que ya no proporciona el fuego ni las pieles, pero que en esencia sea un reparo. Ya habían pasado las abuelas y sus lagrimas en la ventana, la vidriera, donde uno estrena la vida de su hijo ante los ansiosos; era ya, un recuerdo casi lejano, el record de velocidad batido por el padrino del niñito, con el aplomo y la frialdad de un profesional, para llegar a la clínica. Se hizo un silencio hermoso, las penumbras invadieron con betas luminosas la habitación, otorgándole un aspecto atigrado, entre la luz y la oscuridad, que me permitía observarlos, pero los invitaba a rendirse de una vez, y descansar. Me acerque a la cama, los dos dormían; ella había insistido en que se lo dejaran, que no lo pusieran en la cuna que se había dispuesto para el. La enfermera primero utilizo el manual para intentar convencerla, pero en un gesto cómplice, permitió que la naturaleza hiciera su voluntad, a través de lo que la madre y mi hijo necesitaran, para estar a gusto. Los observé, placidamente dormían, parecían dos piezas de un rompecabezas que nunca se había armado, pero que encastraban a la perfección; el cuerpo de la madre protegía al niño, lo rodeaba, sin riesgo de aplastarlo y casi, esta fue mi percepción, ponía al alcance de su boca, su pecho rebosante y tibio.

Hasta aquí, yo había acompañado a la madre de mi hijo desde la noticia del embarazo, hasta el trabajo de parto y el nacimiento; formaba parte de un plan armado y organizado, en el que era la mano derecha, y el guardián, el cazador y recolector, su techo; cuidaba a la de la madre y a mi hijo, que desplazaba su humanidad diminuta en su mundo cálido y líquido, pero desde mi percepción, solo un espectador. Tomé valor; en segundos se transformo en seguridad, y cuidadosamente levante el cuerpo de mi hijo. Me detuve un instante. Sentí su peso efímero en mis manos y continúe hasta colocarlo contra mi pecho. Abrió los ojos, no tengo muy claro, en realidad, si esto es posible, o si fue un segundo en el que la media luz de la habitación jugó conmigo, pero definitivamente, su tranquilidad me sorprendió.

Con lentitud, suavemente me senté en un sillón que había en la pieza. Toda su potencialidad de hombre, se alojaba en un cuerpo frágil, perfecto, pero frágil. Descubrí su cabeza, llevaba un gorro de gasa y me pareció que hacia calor; en fin, lo descubrí, arregle la pelusa desordenada que cubría su cabeza, y sentí su olor. Si, lo olfateé, y en ese instante, con esa chispa irracional, natural, animal y primitiva, inauguramos nuestra relación. El, era mi hijo. Para siempre.

Su aroma entro por mi nariz junto a otras sensaciones; invadió sus recodos y llego hasta la boca. Era calido y único, distinto a cualquier otro, ineludible, complejo y deleitoso, por un momento me resulto dulce; llego hasta mi cabeza y ahí se quedo, ocupándolo todo, con la amabilidad con la que el perfume del pan recién horneado, se apodera de la casa, transmitiendo la sensación, en el alma, de que todo esta bien.

Con las primeras luces de la mañana, llegó un sin fin de especialistas y especialistas en variaciones de las especialidades. Científicos en exceso, distantes, alienados del momento que uno estaba viviendo, desplegaron su parafernalia y preguntaron a destajo. Revisaron a la madre con el poco cuidado, que provoca la repetición de una tarea, de una rutina.


En un exceso de confianza, sin consultarnos, levantaron al niño del costado de la madre para oscultarlo, logrando, por primera vez que llorara. Todas las células de mi cuerpo se pusieron alertas, se que visto a la distancia parece excesivo, pero la única forma de explicar lo que sentí, se traduce en violencia, total, irracional, absoluta. La madre, recorrida por las mismas sensaciones, nuevas, extremas, profundísimas, me miraba y al mismo tiempo me suplicaba calma y reacción, sensaciones contradictorias que provoca el mundo, que es el hijo, que uno hace y trae al mundo.

Por fin, la enfermera, nuestro nexo entre la humanidad y la ciencia, veterana de miles de partos y con el color en la piel y la fuga, ligeramente almendrada en los ojos, propia de los que, sin papel alguno, heredaron la tierra, con tono firme, ancestral, terroso y matriarcal, sentenció el final de la visita, con la única razón que detiene todo, el argumento que se hace síntesis inapelable: la madre tiene que darle el pecho al niño.




Por esos deslices que tiene la naturaleza, con los que nos demuestra que incluso ante el hecho consumado de haber creado vida, seguimos sin manejar ni decidir, sobre aspectos concretos y cotidianos que la involucran y casi en un golpe bajo para nuestra falta de experiencia, el niñito, pequeño y esmirriado, que necesitaba ganar peso, o por lo menos, recuperar el que había perdido desde el nacimiento, se negaba a aceptar el banquete redondeado que la madre le ofrecía. Volvieron los especialistas y su parafernalia, con miles de soluciones posibles y alternativas que fracasaban en la voluntad salvaje del niño. Una vez mas, fue la enfermera, que desde la paz que otorgan los años y la interpretación magnifica de los gestos iniciales y rudimentarios de miles de cachorros de humano; que como madre de miles de madres primerizas, sabe lo que siente una madre, transformó la angustia en una simple y maravillosa respuesta.

Corrió las cortinas de la habitación, hasta que las penumbras la ganaron casi por completo; me pidió que salga. Con calma y docilidad, con las que encierran estas cuestiones simples, pero complejas, le dijo a la madre:

El nene tiene que sentirte como te sentía cuando estaba adentro; se siente perdido, te tiene que reencontrar, ¿entendes? Sacate el camisón y ponete cómoda, saca de tu cabeza todo lo que no sea el y tu teta. Yo te lo traigo.

El niñito se recostó sobre el pecho de su madre, de bruces, como un peregrino que llega a su meca Láctea; repartió su cuerpo sobre el de su madre, y guiado por el instinto que todavía los maneja, por el norte, que es latido vivo, corazón, en los mapas invisibles y de memoria que trazaron de su madre en el curanto amable de sus entrañas, se acercó al pecho, a la bienvenida del pezón, que con la ayuda de la madre entro en su boca y, aunque el no lo supiera, se transformaría en su primera verdad.

Con los años, cuando esta travesía hasta la caricia del contorno de los pechos de su madre, ni siquiera fuera un recuerdo, se transformaría en sensación maravillosa, en mayéutica inexplicable, cuando los vuelva a acariciar.

La enfermera me invito a pasar; me aconsejó, sin emitir palabra alguna, que no interrumpiera ese momento, que fuera testigo, pero no invasor. Fue alegría, sin duda, lo que sentí; el nerviosismo se había transformado en tranquilidad, en una meta alcanzada, en la necesidad de dar, de darle a tu hijo todo.

Me deslicé en la habitación como un monaguillo que llega tarde a misa; ocupé el extremo contrario de la cama, mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra y a ellos dos, unidos, en un trance lácteo e íntimo, de amor, sin dudas es eso. Creo no poder explicar con exactitud, la totalidad, en esencia y forma, de esta etapa nueva, donde el vientre materno y su seguridad quedaron atrás y el exterior es un desafío, para los dos.

Juntos, la madre y el hijo, dan forma y entidad a su primer contacto ritual; a una nueva alianza o pacto, que se repetirá a lo largo de la vida de ambos; que adoptará formas y hará propios lugares y momentos, hasta transformarse en institución, en llamada irreconocible; en perfumes, en sabores, en momentos del día, de la semana, del año, de la vida. Dar de comer, alimentar, satisfacer una necesidad básica, que desde el pecho materno, adquiere un significado superior, complejo, se transforma en lenguaje, en gesto fundamental.

Fundamental, porque al ser la primera necesidad a satisfacer, y superar a la propia instancia de la necesidad, por establecer, por fundar, en forma sistemática, la relación de la madre con el hijo en un contexto diferente, exterior, de contacto, adquiere el valor de una exteriorización carnal, a través del pecho materno, de todo aquello que la madre quiere dar, y que el contexto cercano respetará, protegerá y fomentará. Dar de comer, alimentar al otro, se transforma así en un contacto, el primer contacto, con el exterior, pero también con nuestro grupo de pertenencia; con nuestra madre y su mundo; con la vida.

Casi sin darnos cuenta, este gesto se repite con cotidianeidad. El hombre en su evolución, lo ha transformado, lo ha metodizado, lo ha hecho más complejo. Lo ha convertido en una instancia sacra, le ha restado importancia o valor; lo transformó en ciencia y disciplina, en arte y sofisticación. Lo sierto es que comer y dar de comer, responden a llamadas, si naturales, pero también sociales, y sobre todo, al llamado polvoriento, gutural, de dar, más allá de comida, calor humano, protección, vida, amor.

5 alambres sueltos que ya se desalambraron:

Oso dijo...

Con todos sus errores, este texto habla sobre un pedacito de mi vida, a la que amo en forma animal, desde un lugar que se me complica contar. Espero sus comentarios, para mejorarlo. Los quiere: Oso

Matias Blasco dijo...

Yo amo a Oso y a Osito.
Hermoso texto.

Oso dijo...

Gracias, yo a sustedes.

Tatiana dijo...

Osooo, sencillamente, con o sin errores, me encanto!
Beso

Malu dijo...

...me emociona...te reconozco...lo disfruté inmensamente...y vuelvo a emocionarme...

Te amo gordo!

(yo, tu hermanita)